Escribe Sebastián Moreira para La Diaria
Juan encontró la bicicleta de grande. Corrió carreras amateurs en mountain bike y después pasó al ciclismo. La bici fue su mantra para sobrellevar la pérdida de un hijo, su ángel que lo guía desde arriba y para quien va el beso del final.
En un deporte en que todo es herencia familiar y amor a primera pedaleada, Juan Caorsi se encontró con la bicicleta a los 21 años. Un día, por esas cosas que los enamorados –siempre Montesco– hacen para ganarse el respeto de los Capuleto, accedió a una jornada de mountain bike. Del otro lado de su corazón estaba Belén Matteu, la hija de una familia en la que el ciclismo tiene rango bíblico. Juan, que de bicicletas solamente sabía que tenían dos ruedas, dijo que sí, mirando a Belén como si estuviese debajo del balcón de los Capuleto. Terminó metiéndose en los caminos vecinales que unen Maldonado con San Carlos, donde los ciclistas de montaña buscan los trillos desparejos que ignoran los autos. Probó los amortiguadores un par de veces más hasta que empezó a salir por la ruta, sin el salto apurado y la frenada instantánea de los caminos de tierra. Poco después compró su primera bicicleta rutera, una de aluminio sin marca que desarmó, limpió y pintó con paciencia. Suave, elegante, cortando el viento en el silencio, sin estridencias. Como él, que habla entre susurros y camina sin hacer ruido. El único de sus hermanos al que se lo podía dejar en la cuna un rato sin temor a que terminase huyendo, como su hermana y su hermano. Juan, el Caorsi tranquilo, se enamoró del ciclismo de ruta.
Acumuló kilómetros y se empezó a sumar a las carreras del parque El Jagüel, donde los vale todo cruzan niños de 15 años con veteranos de 50 sin más requisito que querer correr. Esos días a Juan le sirvieron para descubrir que salir en la ruta es pacífico, pero las carreras son guerra. Salió último un montón de veces y otras tantas se fue al piso en el vértigo de meterse entre tipos que viajan a 40 kilómetros por hora separados por diez centímetros.
Juan, eso ya lo sabían todos, lo que tiene de tranquilo lo tiene de decidido. Abandonó los últimos lugares y ganó algunas veces. Quería más. Él, que en los primeros 20 años de su vida nunca había visto pasar a un pelotón, fichó por el Club Ciclista Maldonado y empezó a rodar desde un extremo al otro de la patria. En su primera Vuelta Ciclista se cayó en casi todas las etapas, pero esos diez días lo convirtieron en un profesional, algo que, en Uruguay y en ciclismo, significa entrenar y cuidarse como si te pagaran, pero trabajar de otra cosa. De mañana, la Intendencia de Maldonado, de tarde, ciclista, y de noche, jardinero, junto con su papá. Así vivió durante años, en triple turno de trabajo fichando para equipos de Montevideo, San José y Florida.
Sueño en el litoral
Gary Ferreira, dueño de un gimnasio en Fray Bentos, se cruza con Pablo Garbarino, que jugó al fútbol en Nacional. Gary le dice que tienen que armar un equipo de ciclismo. Son apasionados por el deporte, pero la bicicleta no es parte de su currículum. Tienen una motivación: en el gimnasio entrenan ciclistas locales que quieren dejar de ser peones en otros departamentos para romperse el alma por una camiseta de Río Negro. Es 2019 y Fray Bentos vuelve a tener un equipo de ciclismo que se llama Armonía Cycles. Un año después, se suma Juan, que pierde su lugar en el Club Ciclista Ciudad del Plata, lleno de nombres que lo desplazan. Su nuevo club es tan chico, en un deporte en el que incluso los grandes corren con sacrificio, que el Armonía podría haberse llamado Utopía. Se financian vendiendo pollo, buseca, rifas y mangueando a cada vecino del pueblo. Caorsi aprende y mejora; es lo que ha hecho toda su vida. Le llegan ofertas de otros equipos, pero no se va, en Armonía lo seduce que puede ser el líder de la manada. Y, sobre todo, que el club estuvo a su lado en el peor momento de su vida.
Un ángel en el cielo
En 2021 llegó Camilo, un niño hermoso que Juan y Belén soñaron, planificaron y concibieron. Contigo llegó lo mejor de mi vida, mi hijo, mi rey, la luz de mis ojos, la persona que más amé en este mundo. Tanto amor y, sin embargo, hay veces que dan ganas de pedirle explicaciones a la vida. Cardiopatía congénita son dos palabras que los médicos dicen con cara seria y, aunque no se entienda el significado, se sabe que nada bueno está sucediendo. El tiempo transcurre distinto cuando cada minuto puede ser el primero, o el último. Fueron cinco meses en los que el amor, el esfuerzo y la tristeza se repartieron en partes iguales. Los médicos recurrieron a todas las herramientas de la ciencia, la familia aportó la tibieza del amor, los creyentes se gastaron las palabras pidiéndole a Dios un milagro. Todos hicieron todo lo que pudieron, pero nada alcanzó. Me cuesta creerlo. No quiero creerlo, se me parte el alma, pero es así.
A Juan, y a todos, la vida se le volvió un sinsentido. En algún lado hay luz, le dicen, pero le parece imposible llegar a ella. Me enseñaste muchas cosas, entre ellas, a sonreír a pesar de todo, aunque todo esté en tu contra vos siempre estabas con una sonrisa. Como un animal apresado, Caorsi lucha con las herramientas que la vida le puso en la mano. Mi familia de sangre y mi segunda familia, mi novia (la mejor mamá del mundo). Amigos de fierro como los que tengo. Sin toda esta gente sería imposible seguir.
Y sin la bicicleta. Juan recurre a ella, el cuerpo se lo pide. Rueda por ahí; pensando menos o pensando mejor encuentra lugares donde la cabeza respira. El verde de la naturaleza y el vaivén silencioso de la bicicleta no curan, pero ayudan. La bicicleta le salva la vida. Todo queda impregnado en un tatuaje en el brazo, la Santísima Trinidad que formaron durante cinco meses junto con Camilo y Belén.
La Vuelta 2024
En el Uruguay ateo el ciclismo es religión. Semana Santa en malla de colores. Juan ya es un ciclista converso que sabe de memoria la palabra santa y hace rato empezó a escribir las propias. Le gusta tanto la bicicleta que no le pesa comer pollo con fideos integrales mientras a su alrededor abundan la pizza y el asado. El Evangelio dice, y él lo sabe, que Juan Caorsi no es favorito porque no es el mejor sprinter, ni el mejor contrarrelojero, ni tiene el mejor equipo. Pero Goliat en algún momento puede caer, sólo hay que apuntarle bien. En su palabra sagrada está que hay que estar ahí por si el gigante tambalea.
Después de la segunda etapa, Juan queda segundo en la general, pero en la tercera se revienta contra el pavimento y resigna posiciones. En la misma etapa se va al suelo el tricampeón, Magno Nazaret, y cuando logra levantarse está tan lejos que se vuelve uno más del pelotón. Dos días después, una intoxicación golpea a una veintena de competidores, que no pueden volver a competir, entre ellos Kléber Ramos, brasileño y líder de la clasificación. Caorsi, en Paysandú, sale roto de la contrarreloj, formato que es su máxima debilidad y le cuesta dos minutos, demasiado. Ese mismo día recorren los 195 kilómetros hasta Mercedes con el almuerzo atragantado. A la noche se tira en la cama recordando que el ciclismo de ruta no es paseo, es sangre y sudor. Es miércoles y fue el peor día de la Vuelta.
El jueves 28 de marzo, la octava etapa, será recordada como una de las más icónicas de los últimos tiempos. Los viejos golpean los puños en las mesas de los bares y arden los grupos de Whatsapp del ciclismo con acusaciones cruzadas entre equipos y dirigentes. Hay una fuga temprana y nadie puede –o nadie quiere– perseguir a los escapados, que cada vez se van más lejos. El pelotón es una párvula que no sabe a qué ritmo ir mientras adelante todos tiran. Son 19 ciclistas que llegan a Carmelo 15 minutos antes que el resto, y entre ellos está Caorsi, que sube al podio para ponerse, por primera vez en su vida, la malla oro.
Todo es felicidad hasta que se levanta de la siesta, entonces Juan hace carne la idea de que es el líder de la Vuelta Ciclista del Uruguay y que, por tanto, se convierte en el centro de todas las miradas. La felicidad le da paso a los nervios y a su hermano mayor, el miedo. Los consejos se multiplican de a decenas, pero se pueden resumir en una sola palabra: defenderla.
San Juan y los 12 apóstoles del Armonía
La última cena es en Carmelo, rodeado de los 12 apóstoles del Armonía. Antonio, Christian, Brandon, Gastón, Pablo, Gary, Gustavo, Cecilia, Dante, Cachito, Alan y Rafael. Los primeros –Viollaz, Gutiérrez, Silveira y Ramírez– son los cuatro ciclistas a los que les ha llegado el momento que pidieron cinco años atrás: romperse el alma, el culo, o cualquier parte tan mística o tan física como esas dos, para que Río Negro sea campeón de la Vuelta Ciclista por primera vez en su historia. Pablo Garbarino se encarga del asado para los mortales y del pollo para los ciclistas, mientras que Gary Ferreira, el presidente, vigila todo. Los que pueden toman un vino con Sprite, los que no, agua. Gustavo, el cocinero, Cachito, el técnico, la masajista, Gabriela, el correntino Dante y Alan, el mecánico, revisan sus posibles aportes. Rafael Silva, el apóstol a distancia, da las últimas indicaciones tácticas. Se habla tanto y, sin embargo, todo se sigue resumiendo en la misma palabra: defenderla. Como sea, ante quien sea y donde sea.
El viernes de crucifixión Juan sale con la malla oro. Empieza el viacrucis por la ruta 12. Los fieles del ciclismo se asoman a ver si Caorsi hace valer los 30 segundos que tiene de diferencia. Detrás viene Leonel Rodríguez, el campeón nacional de ruta. Un ciclista excepcional arropado por el ejército más poderoso del país, Cerro Largo. Tienen un plan que está escrito hace 2.000 años: que Juan cargue la malla oro durante todo el camino y caiga tres veces: la primera en Trinidad, la segunda en Durazno y la definitiva en Montevideo. Pero el viernes Juan no cae. En la noche trinitaria la estrategia de Cerro Largo cambia: a Caorsi no se le puede ganar de a poco, hay que ganarle por aplastamiento. Juan casi no duerme imaginando las mil variables de la carrera, sospecha que llega el día más duro y tiene razón.
El sábado los ataques son salvajes. Defenderla. Los ataques de Cerro Largo se chocan una y otra vez contra lo que pueden oponer los ciclistas del Armonía, hasta que ellos no están –porque ya no tienen alma ni culo para romper– y Caorsi se protege a sí mismo. Defenderla. Por momentos piensa que no va a llegar con el amarillo a Montevideo. Defenderla. Cuando flaquea mira el brazo izquierdo, el del tatuaje de la Santísima Trinidad. Recorre la ruta 3 con el único objetivo de no perder de vista a Rodríguez, hasta que llega a Durazno, cruza la meta, se mira el cuerpo y sigue vestido de amarillo.
El último día la malla oro ya no es una cruz. Nada puede detenerlo, lo sabe él y lo saben todos. Es domingo de resurrección. En el ciclismo se sufre, se suda y se sangra, y si no suceden esas cosas mejor quedarse en casa. Pero sufrir no es morir y Juan es un sobreviviente vestido de amarillo. Por eso, todos los que están en la calle, y muchos de los que están en el pelotón, quieren que él sea el que se suba a lo más alto del podio. Cruza la meta protegido por el pelotón y en la vereda sus fieles se multiplican. Juan Caorsi ha transitado el viacrucis al que los derrotados sueñan con cambiarle el final. El ciclista que nadie esperaba, con el equipo que pocos conocían. La revancha de los humildes.
En el medio de todos los ojos que lo admiran, como un dios dorado de calza y casco, Juan Caorsi, que acaba de ganar la Vuelta Ciclista del Uruguay, entre los brazos que se resisten a soltarlo, se apoya en la bicicleta y tira un beso al cielo, desde donde un ángel lo mira.
*Foto: Alessandro Maradei – LA DIARIA